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GENERO Y PROPIEDAD

Publicada el 2025/07/17 - 2025/07/24 por neopsycker

El género no nació con el cuerpo: nació con la propiedad

Durante milenios, las comunidades humanas vivieron en movimiento. Las tribus nómadas recorrían territorios en función de los ciclos de la tierra, del agua, de los animales y de las estrellas. En aquellas sociedades, los roles eran flexibles, los cuerpos eran vividos desde la experiencia y no desde la clasificación, y el género, si es que existía como tal, era una forma de expresión más que de restricción. Nadie necesitaba “encajar” en un sistema porque el sistema era el flujo mismo de la vida.

En muchas de estas sociedades, las relaciones de género y parentesco NO se organizaban de forma binaria y jerárquica. La función de cada miembro se definía más por su capacidad, personalidad o sabiduría que por su sexo asignado al nacer. Personas con identidades o expresiones consideradas hoy como no binarias o transgénero ocupaban roles espirituales, de mediación, de cuidado colectivo y de enseñanza. Estas figuras eran vistas como portadoras de una doble visión del mundo, capaces de sostener los vínculos de la tribu desde una comprensión profunda de lo humano. No eran vistas como anomalías, sino como bendiciones que ofrecían equilibrio al grupo. Su existencia, lejos de ser patologizada, era integrada y celebrada.

Además, esta diversidad interna aportaba una gran riqueza simbólica, emocional y práctica al conjunto de la tribu. Al integrar múltiples formas de ser y de sentir, estas comunidades eran más resilientes ante los cambios del entorno y las crisis internas. La adaptabilidad, el pensamiento lateral, la sensibilidad hacia los vínculos y la pluralidad de perspectivas que aportaban las personas de género no normativo contribuían a una mayor cohesión y creatividad colectiva. En términos evolutivos, esta diversidad aumentaba las probabilidades de supervivencia, no solo por la redistribución flexible de funciones, sino también por la generación de estructuras de apoyo más empáticas, menos jerárquicas y más comunitarias.

Pero entonces vino el sedentarismo. Y con él, llegaron las primeras formas de propiedad. Esta transición no fue solo un cambio de lugar, sino un giro radical en la forma de entender la existencia. Al abandonar el nomadismo, se rompió el vínculo simbiótico con la naturaleza y se impuso una lógica de dominio y acumulación. Cercar la tierra implicó delimitar lo que antes era común; construir casas fijas implicó jerarquizar el espacio; y acumular recursos implicó diferenciar a quienes los poseían de quienes no.

Cuando la humanidad dejó de moverse y comenzó a establecerse en un lugar fijo, se creó un nuevo sistema que ya no seguía el flujo de la vida. Este nuevo sistema se caracteriza porque:

  • La relación con la tierra ya no es de tránsito, es de propiedad.
  • La organización del grupo ya no es horizontal, es jerárquica.
  • Y lo más importante para nosotras, aparecen roles fijos, identidades estancas y funciones reproductivas claras.

Esto trajo consigo:

  • La institución de la familia nuclear.
  • La división sexual del trabajo: hombre proveedor / mujer reproductora.
  • La asociación entre biología y destino:
    – Si tienes vulva = cuidas, crías y obedeces.
    – Si tienes pene = mandas, luchas y posees.

Y para que todo esto funcione, es necesario crear una estructura binaria:

  • Hombre / Mujer
  • Masculino / Femenino
  • Activo / Pasivo
  • Dominante / Sumiso
  • Productivo / Reproductivo
  • Normal / Anormal

El binarismo es la columna vertebral simbólica del nuevo sistema que se crea al pasar del nomadismo al sedentarismo.

La vida, antes compartida en comunidad amplia y móvil, se reconfiguró en unidades cerradas: la familia nuclear sustituyó a la tribu, y la cooperación horizontal dio paso a estructuras verticales de poder. La aparición del concepto de herencia convirtió a los hijos en “posesiones” a asegurar, y el control de los cuerpos reproductores se volvió esencial. Para garantizar la transmisión patrimonial, se instauró la necesidad de controlar la sexualidad de las mujeres, de vigilar su conducta, de reducir su autonomía. La mujer pasó a ser considerada propiedad del hombre, al igual que los hijos y la tierra que trabajaban. El varón se convirtió simbólicamente en el “dueño”: del suelo, del linaje y de los cuerpos.

Pero no solo se controló la sexualidad femenina: también se reprimió la existencia de todas aquellas personas que se salían de la norma establecida, especialmente quienes no encajaban en los roles reproductivos y productivos esperados. Esto contrasta radicalmente con las culturas cazadoras-recolectoras, donde la flexibilidad en los roles, las identidades y las funciones permitía una integración natural de la diversidad. Allí, las personas eran valoradas por sus dones y capacidades más allá del sexo asignado o de su utilidad reproductiva. El flujo social estaba basado en la adaptabilidad, no en la rigidez. La transición al sedentarismo supuso, por tanto, una pérdida de esta fluidez ancestral, reemplazada por un sistema que castigaba todo lo que no servía al nuevo orden de propiedad y producción.

Este cambio estructural está ampliamente documentado en los trabajos de Gerda Lerner (The Creation of Patriarchy), quien muestra cómo la transición al sedentarismo estuvo acompañada de una progresiva apropiación del cuerpo femenino por parte del patriarcado emergente. La sexualidad femenina pasó de ser un aspecto libre y compartido de la vida tribu, a un bien que debía ser vigilado y controlado.

La antropóloga Riane Eisler, en The Chalice and the Blade, también argumenta que las sociedades pre-patriarcales eran cooperativas, igualitarias y con una visión del género mucho más fluida y ritualizada. El paso a las civilizaciones agrícolas sedentarias trajo consigo una estructura jerárquica y militarizada, donde el control de la fertilidad y del parentesco era esencial para la consolidación del poder.

Así nació el patriarcado. Y con él, el género como sistema de control. El género no surgió como una celebración de la diversidad humana. El género nació como una tecnología de poder. Una forma de clasificar, jerarquizar y disciplinar los cuerpos para ponerlos al servicio de la producción, la reproducción y la propiedad. Se nos asignó un sexo, un rol, una función. Y salirse de ese guion se convirtió en motivo de castigo, exclusión o exterminio.

El sistema binario hombre/mujer no es natural. Es un invento cultural que se volvió norma porque beneficiaba al orden establecido. El género, tal como lo entendemos hoy, no es un destino biológico, sino una construcción histórica al servicio del control. Como señala la historiadora Silvia Federici en Caliban y la bruja, el cuerpo de las mujeres fue el primer territorio colonizado, y el género una herramienta para garantizar la servidumbre reproductiva en los albores del capitalismo.

Y es aquí donde las identidades disidentes, trans, no binarias, queer y todas aquellas que escapan al binomio se convierten en una amenaza para el sistema: porque nos recuerdan que la vida puede ser otra cosa. Que podemos volver al movimiento, al flujo, a la expresión libre del ser. Que nuestros cuerpos no son propiedad de nadie. Que nuestra identidad no es una hipoteca social. Que existir no debería requerir autorización.

En muchas culturas nómadas y no occidentales las identidades sexo-género eran diversas y respetadas. En los pueblos originarios de Norteamérica, por ejemplo, existía la figura de los Dos Espíritus, personas que encarnaban energías masculinas y femeninas y ocupaban roles rituales y sociales clave. En Samoa, los fa’afafine eran una expresión natural y valorada de la diversidad de género. También encontramos figuras de género no binario o de tercer género entre los bugis de Indonesia (con sus cinco géneros reconocidos), los hijra del sur de Asia, y los mashoga en partes del este de África. Estas identidades no eran patologizadas, sino integradas dentro de cosmologías que valoraban la pluralidad.

Estudios etnográficos como los de Will Roscoe sobre los Dos Espíritus, o los de Niko Besnier sobre los fa’afafine en Polinesia, documentan cómo estas figuras desempeñaban funciones fundamentales en sus comunidades. Aportaban equilibrio, sabiduría, creatividad, y muchas veces eran guardianes de los relatos, rituales o cuidados intergeneracionales. El problema no es la diversidad: es el sistema que no la tolera.

Reivindicar la disidencia sexo-género no es solo una cuestión de derechos. Es una forma de insurrección simbólica contra la lógica de la propiedad, del control, del encierro. Por eso, cuando decimos que el género no nació con el cuerpo, sino con la propiedad, estamos devolviéndole a la historia lo que el poder le quitó: el derecho a moverse, a transformarse, a ser.

Ser nómade, ser queer, ser libre. Todo es parte del mismo viaje de retorno a casa. Un viaje que también es mío, como mujer trans lesbiana, neurodivergente, disidente e insurrecta frente a todo lo que pretenda domesticar mi existencia. He sentido en mi cuerpo las jaulas invisibles del género, del deber ser, de la propiedad ajena sobre mi identidad. Y también he sentido la ruptura con todo eso, mi renacimiento, el momento exacto en que dejé de seguir el guion cisheteronormativo impuesto para empezar a escribir el mío.

Ese retorno a casa no es nostálgico: es radical. Es la decisión política de reconfigurar el mundo desde nuestros cuerpos nómadas, nuestras tribus elegidas, nuestras formas fluidas de amar, de luchar, de crear. Es recordar que no venimos de la norma, sino de la diversidad. Y que es precisamente en esa diversidad donde florece la libertad.

Por eso, cuando hoy luchamos por los derechos trans, por la visibilidad no binaria, por el reconocimiento de nuestras realidades disidentes, no estamos pidiendo permiso. Estamos reclamando lo que siempre fue nuestro: el derecho a existir sin ser poseídas, corregidas ni definidas por otros.

Volver a casa es volver a la tribu. A la comunidad donde lo diverso no es amenaza, sino celebración. A la vida vivida como movimiento. A la identidad como río. A la libertad como raíz.

Etiquetado como anarckya, cisheteropatriarcado, identidades

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